Habitar el silencio: un acto de cuidado
- laura cortes
- 16 jun
- 2 Min. de lectura
Durante muchos años normalicé el silencio. Desde niña, fui la "tímida", la callada, aquella que prefería observar antes que intervenir. En ese silencio encontré refugio, un espacio seguro al que podía acudir cuando el entorno me resultaba abrumador o difícil de procesar.
Con el tiempo, aprendí también a camuflar ese silencio hablando mucho, a veces más de lo necesario. Hablaba cuando me sentía entusiasmada, cuando quería compartir cada detalle, pero también lo hacía cuando sentía que debía llenar los vacíos, que debía hablar para no parecer descortés o distante. Era una forma de adaptación: hiperverbalizar cuando el contexto parecía exigirlo.
Hoy sé que hay momentos en los que simplemente no puedo, o no quiero, hablar. A veces me congelo. Las palabras ajenas pueden incomodarme, desbordarme o hacer demasiado ruido dentro de mí. Y en esos instantes aparece lo que podría nombrar como un mutismo selectivo, que en mi caso es también una herramienta de autorregulación. Me ayuda a proteger mi energía, a mantener mi ritmo interno, a no sobrepasar mis propios límites.
He aprendido a reconocer los espacios donde mis palabras se sienten acompañadas y seguras, donde hablar es un acto natural, cuidado, genuino. Pero también he aprendido a identificar aquellos lugares donde mis palabras no encuentran eco y donde, por cuidado hacia mí misma, prefiero reservarlas. No es una ausencia de capacidad, es una decisión de preservar lo que a veces me cuesta mucho entregar.
Y he descubierto también el valor del silencio como forma de disfrute. Cuando callo, puedo atender otros lenguajes: el sonido del viento, el aroma de una comida, la textura de lo que toco, los colores del entorno, el ritmo de la música de fondo. El silencio me permite conectar desde otros sentidos y encontrar presencia sin la necesidad de producir palabras.
Hay personas y espacios con quienes puedo compartir este tipo de silencios, y en ellos me siento cuidada. Me basta con disfrutar el calor de sus hogares, la tranquilidad de sus jardines, el sabor de sus platillos, el abrazo silencioso de la naturaleza o la compañía sin expectativas de hablar. Son entornos donde puedo simplemente estar, sin tener que ofrecer más para pertenecer.
Estoy aprendiendo a cuidar esa energía, a elegir cuándo hablar, cuándo callar, cuándo entregarme al silencio. No siempre puedo controlar cada escenario, pero cuando es posible, me permito ir a un ritmo que me resulta amable, más despacio, más a gusto, más compasiva conmigo misma.
Porque, como dice una frase que me acompaña: "Cuando me cuido y me escucho, puedo ofrecer una versión más presente y genuina a quienes me rodean".




Comentarios